julho 23, 2008

Emanuel Alegre

Saliva
Emanuel Alegre - Buenos Aires/Argentina

Cuando era chico y creía, salivaba sobre mis lastimaduras creyendo que así me curaría más rápido. Si Buck, mi perro, lo hacía después de sus frecuentes peleas y funcionaba, ¿porqué no iba a funcionar conmigo? También tuvo que ver con esa idea de lengüetearme un sermón de mi abuelo, que es pastor, dónde decía unas palabras como “Y por tu interior correrán ríos de agua viva”. Si yo era un chico bueno como decían Mamá y Papá y los abuelos y los tíos y todas las personas mayores con las que nos cruzábamos, entonces mi saliva era como un arroyito de esa agua.De grande, olvidándome de creer, busqué la saliva muchas veces, tanto propia como ajena, para poder curar mis heridas, como Buck. Pero ya había olvidado para qué la necesitaba. Al final, tantos otoños e inviernos (no recuerdo primaveras y no soporto el calor del verano) convirtieron mi cauce interior en un amasijo de barro denso y amable que brotaba por mi boca de tormenta desparramando su hálito pesado de asesino de puentes y devorador de molinos. Bañé cuerpos enteros, inundando cuevas, recogiendo las sales que brotaban de los campos trabajados por el incesante esfuerzo de vaivén y el arado fálico. Desparramé el vapor de mi saliva por los ciclones horadando todo oído que no quisiera escuchar, copulando con las palabras de todo desprevenido que se detuviera para hablar conmigo sin percatarse de los gases insolubles.
Pero la saliva no se agota. Un manantial procedente de algún lugar cercano a mi escroto alimenta ese arroyo que por las noches se derramaba por mi boca para mojar la almohada y ahogar los sueños. De ves en cuando algo de ese barro amable y taciturno que se despereza en las paredes del pozo sale a borbotones en medio de la saliva. Generalmente es cuando sueño con la gente que es un era, tanto porque se les ha acabado el tiempo acá, o porque la estupidez propia y ajena les tapó los poros, les selló los ojos, boca, oídos, culo, orificio urinario, todo, con una membrana de ego. Yo también estuve muchas veces recubierto por la membrana, pero la saliva la fue lavando poco a poco, lengüetazo a lengüetazo, incorporando a mi interior la áspera y amarga densidad de la película, que asfixiada en mi arroyito, se vuelve barro. Cuando el barro brota, lo hace como un nene tímido que mira en todas direcciones intentando atisbar a los otros chicos que siempre se burlan de él y le pegan por dentro y por fuera, y como no los ve, explota, corre en todas direcciones como las primeras olas del Diluvio. Cuando me despierto me siento una anguila, nadando feroz por disfrutar el barro y zafarme de él, por hallar la parte más profunda y ocultarme bajo la capa de sedimento pegajoso y hediondo. Pero me gusta, ese barro me gusta más que la saliva. Tal vez por eso muchas veces no me importa que la membrana me cubra y forme capa sobre capa sobre capa hasta conformar un especie de callosidad, la saliva lo convertirá en barro y el barro, me convertirá en anguila.
Una anguila.Todos saben que las anguilas son difíciles de atrapar, que es imposible atraparlas, imposible contenerlas con manos, redes, anzuelos, sogas. Imposibles con casi todo, excepto por ese punto débil tan común en ellas y en nosotros: la boca.

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